Hay mucho por descubrir en un país como ese, alejado a priori del resto de la Europa occidental pero con una belleza propia que no se puede comparar con el resto.
Dejamos las cosas en el hostel donde se quedaba Michael (el chico estadounidense que conocimos el día anterior) y salimos sin perder un momento a visitar la ciudad.
Solo puedo calificar este sitio de paraíso, la ciudad no es gran cosa pero su parte vieja y sus playas llaman a quedarse un tiempo aquí y dejar las preocupaciones aparte.
La zona vieja de la ciudad es más un laberinto que otra cosa, todo de calles estrechas y edificios de piedra. Todo muy bien conservado y sin agobios. El turismo aun no ha tocado estos lugares como para hacerlos intransitables.
Y después seguimos con sus playas y su agua cristalina. No hay palabras, quiero volver ya.
El único que no se resistió a bañarse fue mi amigo Aldo. Aún hoy me estoy arrepintiendo de no haber disfrutado del agua aquí, pero el tiempo no estaba muy dispuesto a darnos un respiro y una horilla después empezó a llovernos.
Con Budva me enamoré del lugar y de sus calas, todas repartidas por tramos entre rocas. Solo son accesibles por barco o andando por caminos mínimos al pie del agua.
Tanto me ha gustado esta zona que me reservo una entrada solo para Kotor, patrimonio de la humanidad por su belleza.
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